El jueves 23 de abril tuvieron lugar varios actos en nuestro Instituto que conmemoraron el Día del Libro. Los alumnos de varios cursos de Lengua y Literatura realizaron lecturas de textos poéticos. A continuación se entregaron los premios del I Concurso de Microrrelatos César Martín Ortiz, en sus tres categorías, y los alumnos premiados leyeron sus respectivos microrrelatos.
A continuación, como comentarios, publicamos varios relatos, tanto los ganadores como los que disputaron el premio.
Premio de Bachillerato
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Me crucé con ella un viernes por la noche. Llevaba las cejas despeinadas y el rímel corrido hasta las orejas; los labios agrietados y tintados de un carmín rojo que daba más vértigo que una señal de STOP antes de unas vías de tren; y las mejillas cargadas de whisky, ron y ginebra barata. Se decía que se había cambiado el nombre en el juzgado un 23 de abril: la llamaban LIBERTAD. Al pasar por mi lado se le cayó el mechero y me miró. Seguramente pensó que actuaría como el típico adolescente embobado de las películas americanas que se agacha y recoge la carpeta de la chica para, acto seguido, sonreírle como un pobre empollón, que solo ha visto tetas en los vídeos amateur de youporn, y pedirle una cita, pero no. Me detuve y le miré el culo como si le estuviera haciendo una radiografía, analizando sus curvas con la córnea de mis dos orificios oculares para que atravesaran mi retina y premiaran al nervio óptico. Lo sé, soy un depravado sexual. Observé el descosido de su falda y sus medias violadas, y le pedí un cigarrillo. Me miró. Cada vez que me miraba sentía en mi piel el escozor sangriento de 39 de los 40 latigazos que recibió ese al que llaman mesías. Me gustaba tanto ese dolor mental que lo confundí con placer. No era un placer natural, no era de esos que tu madre te mete en un táper y te dura una semana: era un placer precocinado. Podía durar un instante o toda la vida. Se producía solo cuando ella me miraba y desaparecía cuando volvía sus preciosas pupilas hacia su ziggy o hacia sus botas de piel sintética.
Todo lo demás pasó muy rápido. Nos enamorábamos entre noche y resaca y follábamos en la merienda. Vivíamos bien. Ella decía que era fotógrafa, pero jamás me enseñó su cámara.
Un día murió su gato y ella se cortó las venas, en vertical. Nunca he podido superarlo y nunca podré hacerlo. Nadie me ha vuelto a mirar como ella lo hacía. Ahora me sentía preso. Cada trago de alcohol era un desgarre interno de angustia por mi LIBERTAD. Por ella.
Me compré un reloj. Ponía la alarma los viernes a las siete de la tarde para cerrar todas las ventanas de la casa y no ver el rojo de sus labios en cada atardecer. Cambié las meriendas de sexo por infinitas dosis de éxtasis, y las noches de melopeas absurdas y mañanas de resaca por toneladas de bollería industrial de la marca Carrefour.
Y se preguntarán por qué coño sigo vivo. Pues verán, señores del jurado, yo no tengo gato.
María Romero Garrido